martes, 6 de enero de 2015

La Isla

Fotografia de J.L. Romero
Sé de una Isla allí arriba,
entre el mundo y el infinito
y allí quiero estar.
Me llevaría
mi Samsung con datos
y conexión inalámbrica
y mi Acer con carga solar,
firmaría así un pacto
laboral
con mi poesía
y el gesto que la fabrica,
masoca y macabro.

Y los recuerdos,
algunos, y mis miserias,
las justas para recordar
que sangro.
Me llevaría el Kingston de dieciséis megas
de Ram
con Cohen, Rolling, Triana y Animals
Dylan, Bruce y Serrat,
Y si cabe, el Made in Japan…

Esta Isla puede cambiar
el poema de mi vida
y no me daré cuenta.
Dará igual,
peor es la cuneta
y quiero ser reconocible,
conseguir de entre mis deseos
y  mi otra verdad
separar el sueño trascendente
del inútil inaccesible.
He de leer las ideas que poseo
en voz alta
a quien a mi lado ocupe
el asiento libre
para que yo pueda entenderlas.

Allí, en esa Isla,
entre el mundo y el infinito,
entre la multa de tráfico
y el espacio mítico
del águila,
entre una copa de vino
y el néctar ya rancio
que aguanta la fábula
de los inexistentes seres divinos.
Ahí está, a esa media altura,
dónde poder condescender
y aplaudir sin mirar,
a veces sin entender,
y la enorme locura
de apoyar sin esperar.

Yo seguiría enviando
mis gotas de vanidad,
mis letras, mis versos,
sobre la vida de aquí
y sobre la de allí,
mi ego en literarios reflejos.
Si no hay internet,
no estaré tan lejos
con Juan Salvador el libre
yo enviaré mis pasos
porque tampoco me quiero perder
en el silencio del olvido
ni en la distancia de ningún ocaso.

Necesito esa Isla
de distancia invisible,
el caos que alimente nuestros misterios
de lanza oculta
y enemigo vencible.
Vamos, yo volvería después
cuándo los últimos destellos
del volcán ardiente
de la ignorancia 
se hubiesen calmado
y volviera el espacio,
sin fanfarria,
humilde de lo bello,
de lo espiritualmente sano,
lo poético,
todo eso que necesitamos:
lo idílicamente humano. 

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